martes, 28 de agosto de 2012

Alcoholes venerables I, El Whisky de malta.

Tengo una botella de vodka rojo en el bar. Juro, por todo lo que el lector quiera o considere sagrado que se la dejó una amiga y semejante artefacto del diablo no me pertenece. También juro que no he tocado ese recipiente de cristal con el carmesí cianuro en su interior.

Hoy voy a hablar del whisky, que me gusta. Y así va a tono con el "De la bebida" que publiqué hace poco.

El whisky de malta. Conocido como Single malt. Gran desconocido de los lugares de ocio medios de hoy. Recuerdo que una vez pedí uno en una discoteca y me preguntaron qué era eso, por lo que tuve que conformarme con un gin-tonic. Siempre me ha asombrado la capacidad de las gentes de hoy en día para ignorar que las bebidas pueden tomarse sin mezclarse necesariamente con algún tipo de refresco gaseoso. Claro, que teniendo en cuenta lo que se suele beber, más vale si no quiere uno sufrir, mucho.

Un whisky de malta se bebe solo. Y ante eso me muestro inamovible y el que diga lo contrario merece ser atravesado por un sable. De los de caballería triangulares, que son más largos y grandes, para hacer más daño. Vivimos en un mundo que ultimamente ha perdido la capacidad de apreciar el ahumado de un buen whisky, el sabor que le confiere esa barrica de bourbon jubilada. Una destilería no se ha pasado años dejando envejecer un whisky tras filtrar el agua de los highlands por materiales concretos para que luego alguien le eche ese agua colorada con burbujas y muchos edulcorantes que causa descalcificación llamada cola.

Confieso haber tratado de que algún conocido mío lo probase. Y suelen opinar que está muy fuerte, y quema. Con razón, eso pasa por no saborearlo. Tiene sabor, está pensado para que sepa a algo, no tiene un proceso de elaboración tan complejo como para que uno se lo trague sin más. No es un chupito de vodka malo, y quién lo trate así, merece el sable.

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